lunes, 19 de septiembre de 2016

Un Iglú en la ciudad









Ramón Enciso miraba su nueva furgoneta parado ante su taller. Estaba emocionado porque llevaba tiempo esperando poder cambiar su vieja Ford Transit por aquella maravilla. Puso la Transit en la calle para dejar sitio a la nueva adquisición en la lonja donde trabajaba. Y así fue como durante muchos días dejó de mirar a una y se dedicó a recordar.

Tenía cariño a aquella vieja gloria, había sido su mejor ayudante durante unos años, ahora tendría que deshacerse de ella porque, por muchos arreglos que se le hiciera, no servía para gran cosa. Llamó al desguace. Tendría que llevarla él, puesto que aún se movía, si no, vendrían a buscarla en cuanto pudieran.

Esteban Rubiales había tenido mala suerte, un poco porque la vida lo había empujado y otro poco porque él no había sabido frenarla. Por una razón u otra había acabado en la calle y solo. Nunca se había casado, el no quería estropear la vida de una mujer y mucho menos de unos niños que fueran sus hijos. La calle era una puta muy traidora, te va desgastando poco a poco y sin darte cuenta. Primero crees que será temporal pero, a medida que pasa el tiempo estás atrapado en un bucle sin salida. Esteban Rubiales dormía y casi vivía bajo la cornisa a la entrada de un edificio medio en ruinas que fue escuela en su tiempo y ahora esperaba ser derribado cuando pasara la crisis. Algunos días no podía con su vida, la desesperación se apropiaba de su espíritu y no le dejaba moverse, entonces se quedaba allí quieto mirando al frente, sin apenas poder pensar. Así fue como se fijó en el pequeño Taller en la acera de enfrente y también conoció a Ramón Enciso. Solo se miraban uno a otro, el primero pensaba que suerte la de aquel hombre que tenía un lugar donde ganarse la vida y donde vivir. El segundo se preguntaba qué le habría sucedido a aquel tipo para verse así.

Cuando llegó lo más crudo del invierno Ramón Enciso cruzó la acera y ofreció a Esteban Rubiales su furgoneta vieja. Total a él no le servía para nada parada allí en la calle, no podía moverse y aquel hombre, pensó, podría descansar a cubierto. No lo hizo por caridad, solo pensó en evitarse la visión de aquella persona durmiendo en el suelo a la intemperie; tal visión le producía mucho desasosiego.
Esteban Rubiales se quedó con la furgoneta, recogió un colchón viejo en un contenedor, un banquito y una mesita. Buscó lo que fue necesitando, también hubo quien le proporcionó otras cosas y se hizo una pequeña habitación. Tuvo mucho cuidado de no llamar demasiado la atención, de no ensuciar y no dar que hablar. Los vecinos decían que preferían verlo allí que en medio de la calle, como sucedía antes. Pasado un tiempo Rubiales había recobrado un poco el buen aspecto, parecía otro hombre y así fue como encontró un trabajo barriendo un bar a la noche. Quizá, pensaba, esta vez podría salir adelante.

Al cabo de un año y medio Esteban Rubiales dejó la furgoneta a otro hombre que vivía en la calle como antes él, consiguió ganar suficiente para alquilar un cuarto en un piso compartido.
En la otra punta de la ciudad alguien comentó esta experiencia y le dio la idea a Felipe Sanchís de dejar su vieja camioneta aparcada en la zona industrial donde trabajaba para que alguien la ocupara y no viviera a la intemperie. Sin saber cómo, la idea se extendió como la pólvora y hubo otras más. Todos llegaron a la conclusión de que, si era inevitable que hubiera gente viviendo en la calle, siempre estarían mejor a cubierto, aunque fuera de aquella manera. Había demasiadas personas tiradas en el suelo soportando las inclemencias del tiempo sin que a nadie pareciera importarle.




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