domingo, 25 de diciembre de 2016

En el centro del corazón







Qué hacía. Era absurdo, una tontería. ¿Desde cuándo quería creer que la Navidad le importaba? Hacía mucho que todo eso le resultaba un fastidio con el que se tropezaba por doquier en cuanto llegaba el mes de diciembre. Sonrisas bonachonas, apretones de manos, el caminar alegre de la gente por la calle, las luces, las tiendas repletas, todo le producía una inquietud que no quería sentir; no le gustaba la melancolía que le iba creciendo en el centro mismo de su corazón.
Pero allí estaba, adornando un árbol de Navidad, angustiado si no lo hacía. Ramas verdes brillando a la luz de las bombillitas de colores, lazos de plata que parecían pájaros con las alas abiertas, bastoncillos de caramelo, corazones de chocolate, duendes y casitas de colores. Retrocedió unos pasos, volvió de nuevo, colocó una estrella y removió la guirnalda de luces para que guardara simetría.

Se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo mirando su obra, aspiraba el humo con placer y a la vez su cabeza volaba lejos. Las manos de su madre alisaban el mantel de los días de fiesta para que no hubiera una sola arruga, su hermana colocaba los platos y las copas, él mismo disponía las botellas en la bandeja y daba los últimos toques al árbol de Navidad. Siempre le había gustado ayudar a su madre a ponerlo. Recordó también la angustia de ella mirando el reloj a medida que pasaba el tiempo, su cuerpo envarado cada vez que se sentía el ascensor, el miedo con que miraba a la puerta y si todo iba bien, su sensación de alivio.

Su corazón naufragaba entre la duda, el deseo y el recuerdo, entre lo que quería hacer y lo que se iba a permitir hacer. Apagó las luces del árbol y allí, en medio de la oscuridad y el silencio pensó, una vez más, si deseaba pasar otra Navidad solo. Recordó a su madre, la había dejado sola, había huido como un cobarde, asustado por lo que había estado a punto de hacerle a él. El tiempo no borra nada solo empuja la angustia hacia el fondo y corre una cortina para que no se vea, pero sigue ahí. Encendió otro cigarro y le dio dos caladas rápidas y profundas, volvió a contemplar los adornos navideños y dejó que toda su pena se desbordara en un gemido que no pudo contener.
Se sentó ante el ordenador, se colocó las gafas y dispuso una hoja en blanco:

Querida mamá: Soy yo, el que te dejó sola y huyó para no hacer una locura. No hay un solo día en que no piense en ti, en vosotros. ¿Has colocado ya el árbol en el salón? Me gustaría estar ahí contigo para ayudarte, como siempre. Este año…

Contempló la pantalla durante un momento y luego lo borró todo. Luchó contra el deseo de volver a empezar y contra la frustración de no encontrar las palabras. Luego miró el reloj y salió de casa.

Lucía un sol blanquecino que apenas calentaba aquella mañana de diciembre. Subió el cuello de su chaquetón y se frotó las manos. Cuando llegó al estanco pidió su marca de cigarrillos preferida y mientras esperaba se fijó en aquel artilugio giratorio lleno de postales navideñas anticuadas y emotivas. Le dio varias vueltas, sin pensar cogió una, pidió un sello, puso la dirección y el apellido de sus padres y escribió: Estas fiestas las pasaré con vosotros. Os quiero.


 

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