Para todos era La Pajarera, sonreía porque le gustaba el apodo, iba bien con ella.
En el Parque Principal de Jalaque, en medio de
setos y parterres, al pie de caminos asfaltados por donde paseaba mucha gente,
estaba el kiosko de Matilde La Pajarera. Era una de esas casetas verdes
con un tejadillo de plástico rojo imitando tejas. Se sentía afortunada porque
tenía espacio suficiente para un pequeño aparato que lo mismo enfriaba que
calentaba y una silla para poder sentarse. Y sobre todo podía ganarse la vida con
soltura. Tenía unos cuantos años, llevaba toda la vida encerrada en aquel
estrecho habitáculo y últimamente abría por la
mañana hasta las tres y a la tarde cerraba, porque no se encontraba muy bien.
Hablaba poco y nunca de sus
problemas, después de todo a sus clientes no les faltaban los suyos y a ella no
le gustaba resultar pesada, lo mejor era no quejarse. Las ventas
de periódicos habían bajado mucho desde que todo el mundo leía las noticias al momento en el
móvil o en el ordenador, otro tanto sucedía con las
revistas y otras pequeñas cosas que siempre se habían vendido muy bien. A La
Pajarera, a estas alturas, pocas cosas la preocupaban. Su madre había muerto,
no tenía hijos porque nunca se había casado, tenía su piso y algunos ahorros
para la vejez. No necesitaba más. Bueno, sí tenía algo que la interesaba mucho:
sus pájaros.
Un día Matilde tiró al paseo las migas de un
bollo que alguien le había traído, de inmediato el suelo se llenó de gorriones
peleándose por ellas. Le hizo gracia, era bonito verlos revolotear y porfiar
por la miga más grande. Dos o tres días después recordó aquello y compró un
pequeño pan y lo fue desmigando. Observó a los pajarillos, eran como las
personas, los más fuertes comían más, los débiles, temerosos o pequeños, esperaban
detrás a que los primeros quedaran satisfechos, para acercarse luego a ver si
habían dejado algo. Entonces ella decidió alimentarles por turnos, primero los comilones, luego los demás.
Al cabo de un tiempo el paseo estaba lleno de
pajaritos de todas clases que, ya no solo venían a por sus migas de pan, sino
que paseaban por él, piando alegremente, volando y saltando cerca de la
kiosquera. Eran tantos que la gente, al pasar, se les quedaban mirando porque
era una bendición ver a aquellas aves, siempre asustadizas, jugueteando aunque
ellos pasaran a su lado.
El kiosko de Matilde estuvo cerrado tres días,
nadie sabía por qué, los pajaritos esperaban metidos entre las ramas de los
setos, cantando alegremente confiados. El segundo día una señora, que venía de
la panadería con su barra en una bolsa, partió el currusco y lo desmigó. Se
montó una fiesta de gorriones volando, chillando y empujándose los unos a los
otros. Tenían hambre.
Matilde volvió a su trabajo y a cuidar a sus
amigos, no contó a nadie por qué había faltado aquellos días, pero sí le
contaron que alguien se había ocupado de alimentar a sus pájaros y eso le dio
mucha tranquilidad. Una mañana apareció por el parque una pareja, el hacía
fotografías, o eso pensó ella hasta que la joven se acercó y empezó a hacerle
preguntas. Como ya he dicho a Matilde no le gustaba hablar y menos de sí misma,
por eso la charla acabó pronto. Dos días después sus clientes se paraban a
comentar que la habían visto en la TV en las noticias locales; todo el mundo hablaba de los
pájaros revoloteando cerca del kiosko alegrando el parque.
Murió seis meses después; durante unos días nadie
lo supo, el kiosko permaneció cerrado, los pájaros al rededor esperaban
pacientemente. Por fin un hombre puso un cartel avisando de la muerte y a
renglón seguido, alguien se hizo cargo de alimentar a los amiguitos de La
Pajarera.
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