(Fuego)
La niña se agarra con fuerza a la mano del
bombero. Inclina la cabeza y mira arrobada al hombre con uniforme y casco que
la sube a lo alto de la escalera para llegar a la cima de la torre y desde allí
ayudarla a bajar, bien sujeta, deslizándose por la barra vertical hasta la
planta baja, de donde vienen.
En el patio de la Central de Bomberos, un
camión derrama espuma; un puñado de niños se lanza a ella y desaparece como en
una piscina. En otra esquina tres o cuatro chicos agarran con fuerza una
manguera para mantenerse en pie y que la presión del agua no se los lleve a
rastras.
—Me gusta este día —dice el sargento mientras
se cambia de ropa con rapidez— pero me voy haciendo mayor: estoy agotado. Estos
niños no paran y todo lo tocan aunque les digas que pueden hacerse daño. Date
prisa, tenemos trabajo y va a ser duro, el incendio es en el monte por la zona
de Boltaña.
...
Hace ya varias noches que las mesas de las
terrazas están negras debido al polvo oscuro que no se sabe de dónde viene. Hay
que limpiarlas cada diez minutos. El grupo de veraneantes toma la última
cerveza cuando alguien dice:
—Vaya puesta de sol, con lo tarde que es y
aún se ve rojo
— ¿A estas horas? hace un rato que se puso el
sol, me parece que eso ¡Es un incendio!
De pronto el pueblo está en pie de guerra, la
Guardia Civil circula de un lado a otro llamando a todos los voluntarios,
después de dar la alarma al retén de bomberos más próximo al pueblo. La
curiosidad y quizá poder ayudar empuja a los jóvenes a subir carretera arriba
pensando que el fuego no está cerca. A mitad de camino los civiles les prohíben
el paso. Quédense aquí, es peligroso, dicen. Aparcados en el borde del camino
ven llegar a los bomberos. Parecen poca cosa estos hombres frente al calor y al
ruido pavoroso de las llamas, saltando de árbol en árbol como saetas disparadas
por un gigante. Es aterrador. El aire huele a madera abrasada y aún estando
lejos se escuchan las voces de los bomberos gritándose órdenes y advertencias,
son sombras oscuras contra el rojo del fuego, corren de un lado a otro echando
agua y segando maleza para hacer cortafuegos que impidan que se propague el
incendio. Todo parece inútil.
— ¡Necesitamos más gente! — Grita entonces el
sargento
— Los demás están atendiendo otro servicio, señor
...
Pere y sus amigos dejan Boltaña con la
intención de pasar por Fanlo y luego adentrarse en el Cañón de Añisclo. Es un
lugar mágico, increíble. El camino brota pegado a la montaña, apenas cabe el
coche, a un lado la roca, al otro las aguas turbulentas del río Bellós. Está
prohibido aparcar, así que van despacio para poder hacer algunas fotografías.
Es maravilloso, no se ve a nadie, solo la naturaleza, algún aguilucho
sobrevolando la cima y el ruido del agua brava del río. Alguien viene por detrás y les pide paso tocando la
bocina. Pere se sobresalta, pisa el acelerador apurado y el coche cae al río.
La pequeña
camioneta de los bomberos llega por fin, la espera ha sido larga y penosa
temiendo que la fuerza del agua arrastre el coche corriente abajo. Con el
cortachapas consiguen abrir una de las puertas y los sacan en seguida. No ha
sido nada grave, pero el coche quedará allí hasta que puedan venir a recogerlo.
Ni siquiera
pueden darles las gracias.
— Tenemos
prisa, hay un terrible incendio en Boltaña y nos necesitan.
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