viernes, 9 de junio de 2017

Así eran entonces las cosas













(Tema: La Oficina en Tintero Virtual)


La oficina estaba en un piso antiguo con muchos despachos llenos de vida. En ella entraban y salían señores trajeados, o humildes con la boina en la mano. Cristina los controlaba desde su mesa, tras la ventanilla que daba al hall, a la vez que tecleaba en su máquina de escribir, descolgaba el teléfono o administraba la caja en la que se guardaba el dinero menudo.

Se dedicaban a edificar casas, carreteras, puentes… Allí trabajaban aparejadores, delineantes, proyectistas, algún ingeniero de obras públicas, secretarias, administrativos, un apoderado y dos jefes supremos. Los viernes era día de pago así que muchos obreros de todas las especialidades iban a cobrar su jornal. Entraban apurados, daban las buenas tardes, ponían la huella o su firma en la cuenta y se iban.
A finales de mes pagaban la nómina general. Cristina manejaba, entonces, mucho dinero. Ponía en cada sobre la cantidad justa para que no hubiera reclamaciones. Mínguez, un peón que era analfabeto, abría el de su jornal allí mismo y lo contaba cuidadosamente. Trabajaba a destajo y sabía hasta el último céntimo lo que le correspondía cobrar cada semana y lo que debían darle por los puntos de sus diez hijos, que, muchas veces, era más que el sueldo. Si algo le parecía que no estaba bien, no se iba hasta dejarlo claro.

Algunas compañeras de Cristina se casaron y dejaron la empresa. De vez en cuando corría el rumor de algún romance entre alguien de los departamentos técnico y comercial. También ella se dejó acompañar por Daniel Retama, el último ayudante de obras públicas contratado por la gerencia, pero fue algo sin sustancia.

En Julio y diciembre se pagaba una gran nómina: jornales y sueldos, más pagas extraordinarias para todos en la oficina y las obras. Cristina llamaba al guarda de seguridad para que le acompañara al banco. El maletín se sujetaba a la muñeca de manera discreta y durante el camino de vuelta, Dorronsoro iba pegado a sus talones, mirando a un lado y a otro.  Alguno de aquellos días Cristina seguía dándole vueltas a los números, al debe y al haber y a lo que faltaba o sobraba, hasta mucho después de la hora de salida. El balance debía cuadrar, sí o sí, por lo que terminaba agotada.
Aquel año pensó que necesitaba un cambio de vida, descanso y sol y olvidarse del trabajo. Además Esteban, de Proyectos, le había pedido salir y tenía que pensarlo, si aceptaba, toda su vida cambiaría y eso le daba un poco de miedo.

Una máquina enorme, un monstruo lleno de teclas, metal y que, como pudo comprobar luego, hacía un ruido ensordecedor cada vez que se ponía en marcha, le esperaba a su regreso. Trabajaba con fichas que se perforaban según le ibas dando datos. Era imprescindible hacerlo con muchísimo cuidado si no querías confundirte y estropear el trabajo de todo el día: Un impresionante ordenador National.

La oficina se llenó de economistas y técnicos que sentaron a Cristina ante aquel artefacto y le dijeron que era fácil de manejar. Iba a ser un gran adelanto, todas las operaciones se simplificarían, toda la contabilidad se llevaría con esa máquina y todos iban a ser felices y comerían perdices. Aquel mes a ella se le pusieron las manos amarillas, también los brazos. El médico dijo que era a causa del estrés. Estuvo de baja unos días y cuando volvió, el apoderado había decidido que él se encargaría de lo más confidencial del trabajo. A ella le pareció estupendo y volvió a sus nóminas, teléfonos y certificaciones. Algunos en la oficina, comentaron que al hombre le había entrado miedo, pensando que se iba a quedar sin trabajo. Otros, añadieron con más resquemor, que era para que no se supiera lo de sus chanchullos.

Cristina acabó casándose con Esteban Herrero y como se hacía en aquellos tiempos… dejó la empresa.






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