(Tema: La Oficina en Tintero Virtual)
La oficina estaba en un piso antiguo con muchos
despachos llenos de vida. En ella entraban y salían señores trajeados, o
humildes con la boina en la mano. Cristina los controlaba desde su mesa, tras
la ventanilla que daba al hall, a la vez que tecleaba en su máquina de
escribir, descolgaba el teléfono o administraba la caja en la que se guardaba
el dinero menudo.
Se dedicaban a edificar casas, carreteras, puentes…
Allí trabajaban aparejadores, delineantes, proyectistas, algún ingeniero de
obras públicas, secretarias, administrativos, un apoderado y dos jefes supremos.
Los viernes era día de pago así que muchos obreros de todas las especialidades
iban a cobrar su jornal. Entraban apurados, daban las buenas tardes, ponían la
huella o su firma en la cuenta y se iban.
A finales de mes pagaban la nómina general.
Cristina manejaba, entonces, mucho dinero. Ponía en cada sobre la cantidad
justa para que no hubiera reclamaciones. Mínguez, un peón que era analfabeto,
abría el de su jornal allí mismo y lo contaba cuidadosamente. Trabajaba a
destajo y sabía hasta el último céntimo lo que le correspondía cobrar cada
semana y lo que debían darle por los puntos de sus diez hijos, que, muchas
veces, era más que el sueldo. Si algo le parecía que no estaba bien, no se iba
hasta dejarlo claro.
Algunas compañeras de Cristina se casaron y
dejaron la empresa. De vez en cuando corría el rumor de algún romance entre
alguien de los departamentos técnico y comercial. También ella se dejó
acompañar por Daniel Retama, el último ayudante de obras públicas contratado
por la gerencia, pero fue algo sin sustancia.
En Julio y diciembre se pagaba una gran nómina: jornales
y sueldos, más pagas extraordinarias para todos en la oficina y las obras. Cristina
llamaba al guarda de seguridad para que le acompañara al banco. El maletín se
sujetaba a la muñeca de manera discreta y durante el camino de vuelta, Dorronsoro
iba pegado a sus talones, mirando a un lado y a otro. Alguno de aquellos
días Cristina seguía dándole vueltas a los números, al debe y al haber y a lo
que faltaba o sobraba, hasta mucho después de la hora de salida. El balance
debía cuadrar, sí o sí, por lo que terminaba agotada.
Aquel año pensó que necesitaba un cambio de vida,
descanso y sol y olvidarse del trabajo. Además Esteban, de Proyectos, le había
pedido salir y tenía que pensarlo, si aceptaba, toda su vida cambiaría y eso le
daba un poco de miedo.
La oficina se llenó de economistas y técnicos que
sentaron a Cristina ante aquel artefacto y le dijeron que era fácil de manejar.
Iba a ser un gran adelanto, todas las operaciones se simplificarían, toda la
contabilidad se llevaría con esa máquina y todos iban a ser felices y comerían
perdices. Aquel mes a ella se le pusieron las manos amarillas, también los
brazos. El médico dijo que era a causa del estrés. Estuvo de baja unos días y
cuando volvió, el apoderado había decidido que él se encargaría de lo más
confidencial del trabajo. A ella le pareció estupendo y volvió a sus nóminas,
teléfonos y certificaciones. Algunos en la oficina, comentaron que al hombre le
había entrado miedo, pensando que se iba a quedar sin trabajo. Otros, añadieron
con más resquemor, que era para que no se supiera lo de sus chanchullos.
Cristina acabó casándose con Esteban Herrero y
como se hacía en aquellos tiempos… dejó la empresa.
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