Sucedió a mitad
de semana, cuando las fiestas estaban en su apogeo y nadie esperaba que algo
así pudiera pasar. Era el 26 de agosto de l983 y fue en Bilbao.
Éramos jóvenes, estábamos
de vacaciones y disfrutábamos de una abuela dispuesta a cuidar a los nietos por
un día. Dejamos el pueblo en la costa y nos fuimos a la ciudad para disfrutar
de una jornada festera, vernos con amigos, comer bien y por la tarde ir al teatro
a ver una obra que tenía muy buenas críticas. 'Historia de un caballo' trabajaban:
José María Rodero, María José Alfonso, Francisco Valladares, Luisa
Sala... y la puesta
en escena era original.
Desde hacía
varios días estaba lloviendo sin parar. Tampoco nos parecía nada especial,
teniendo en cuenta que aquí siempre llueve, o llovía. Nos dimos una vuelta por
el Arenal que estaba muy animado con concursos, juegos y música popular.
Subimos a comer a la Gran Vía y después de una sobremesa muy agradable
decidimos ir a casa a descansar hasta la hora del teatro.
Sobre las seis,
más o menos. Me asomé al balcón para ver si seguía lloviendo. Para mi sorpresa
vi que un río de agua marrón se deslizaba por la calzada. Sobresaltada pensé
que se habrían colapsado las alcantarillas, luego recordamos que no habíamos
metido el coche en el garaje y lo habíamos dejado por la zona más baja,
aparcado, para poder regresar pronto al pueblo al salir del teatro. Aunque
estábamos en una zona bastante alta de la ciudad, bajo la avenida discurre un
río oculto y domesticado. Dudamos qué hacer. Luego nos pareció que era mejor ir
a ver el coche y acercarnos al teatro. Un reguero bajaba por la calle, pero dos
más abajo la corriente era fuerte, casi te tiraba. Pasamos como pudimos, nos
mojamos enteros. Vimos que el coche estaba en un lugar aparentemente seguro y
nos fuimos hacia Moyua.
Nos dejaron
entrar al teatro enseguida, apenas había nadie por allí. Mojados y preocupados
nos sentamos en nuestras localidades. Entonces no teníamos móviles, así que ni
se nos ocurrió que pasara algo tan gordo.
Llegó la hora y
en el patio de butacas se podían contar con los dedos de las manos los
espectadores que esperábamos el comienzo. Qué pasará, nos preguntábamos, nos
parecía raro que acudiera tan poco público a un espectáculo que tenía tan buena
crítica. Con un cuarto de hora de retraso José María Rodero, salió al escenario
y nos preguntó si queríamos que representaran la obra o preferíamos irnos, en
vista de lo que estaba pasando. Y así nos enteramos nosotros de que Bilbao se
había inundado. Todos nos quedamos, a dónde podíamos ir y la obra se
representó; tengo un vago recuerdo de ella, Rodero estaba fantástico en su
papel... nosotros, a la vez, pensábamos qué íbamos a hacer.
A la salida, en
un café oímos los detalles de lo que pasaba, en la televisión y los comentarios
de la poca gente que tomaba algo allí. La cosa había sido terrible, El Casco
Viejo estaba bajo el agua, los ríos que rodean la ciudad, habían inundado otras
zonas a las afueras, la costa estaba colapsada de todo lo que bajaba por la
ría, desembocando en las playas. No se podía salir de Bilbao estaba prohibido y
vigilado. Era peligroso. Tampoco pudimos acercarnos para ver de ayudar en algo.
Fuimos a casa en
medio de la oscuridad, atravesando la riada, habían apagado las luces o se
habían estropeado. Parecía una de esas ciudades fantasma de las películas. El
ascensor no funcionaba, no había luz tampoco en casa.
Llamé a mi
hermano pasa saber si estaba bien. En su zona si había luz, así que nos fuimos y dormimos en
su casa. Verlo por la mañana fue un mazazo, era inimaginable que pudiera
suceder algo así. Nos avisaron de que no se podía salir de la ciudad aún, de
que escaseaba el agua embotellada, que nuestro pueblo había quedado
incomunicado, pues la riada, llena de lavadoras, coches y otras cosas, había
removido los pilares del puente que llevaba de una a otra orilla. El único.
Compramos algunas cosas, sobre todo agua, nos metimos en el coche y nos pusimos
en la carretera. Nuestros hijos estaban allí y eso nos preocupaba. Por la zona
de Asua la carretera habitual estaba inundada. La policía nos aviso de la prohibición
de pasar, les contamos lo de los niños y que sería bajo nuestra
responsabilidad, nos dejaron pasar por un camino de tierra que estaban
improvisando para urgencias. Se desmoronaba al pisarlo, pero conseguimos llegar
a Leioa.
Volvieron a
pararnos justo a la entrada del puente de Plentzia, había una buena cola
esperando como nosotros. La entrada por Gandias había desaparecido bajo el
agua, decían que toda aquella zona hasta Mungia estaba anegada totalmente.
Aparcamos el coche y caminando nos acercamos al puente a enterarnos qué pasaba
y hasta cuándo. Justo en ese momento, levantaban la barrera para dejar pasar la
furgoneta de un amigo que tenía un bar muy conocido, al otro lado. Llevaba víveres
y agua para la zona. Se ofreció a llevarnos, insistimos a los policías y
finalmente nos dejaron pasar. Y así llegamos a casa. Debimos esperar algunos
días para poder volver a por el coche.
No volvimos a
Bilbao hasta un tiempo después, aconsejaron que se permaneciera en los pueblos
hasta que las cosas mejoraran, las
clases se retrasaron. Prohibieron bajar a las playas y mucho más bañarse en el
mar. Aún recuerdo perfectamente la desolación de la costa y cuando pudimos
regresar nuestro botxo ya no era el mismo.
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