La mujer morena sube la gradulux de la oficina de seguros, en la acera de enfrente y mira al infinito, ensimismada, tal vez, en la imagen de la playa donde ha estado de vacaciones.
La panadería, una de esas que venden de todo, ya abrió a primera hora de la mañana. Por la acera va y viene gente con el pan bajo el brazo, ojeando el periódico; otros dejan a sus perros sueltos, en la hierba del jardín que divide la calle y esperan, mirando hacia otro lado, como si ellos tuvieran ese punto de pudor que no tienen sus mascotas.
Bajo mi ventana escucho confusamente una
conversación en la pescadería. Recuerdo que en esa lonja no hay quien respire
los días que hace sol y calor. Cuando entro a comprar pienso que los peces
reciben mejor trato, tan fresquitos sobre su lecho de hielo picado, que los
empleados. Pregunto por qué no ponen aire acondicionado y me dicen que no
pueden, tampoco persianas ni toldos. Como no encuentro ninguna lógica en todo
esto, pregunto por qué no pueden y así me entero de que es una norma de la casa
en la que se aloja la lonja, según la cual no se pueden modificar las fachadas
en absoluto, nadie, tampoco en los pisos, nada de toldos, de cierres, de aparatos
de aire acondicionado, nada que rompa la suave armonía de la manzana de viviendas.
Resulta que yo vivo ahí y me pregunto cuando
he decidido yo que eso sea así. Ya; habrá sido en una de esas reuniones comunales
a las que no asisto, porque creo que las convocan justo los días en que saben
que hay menos vecinos en el pueblo, o sea en invierno.
La de la mercería pasa las horas muertas
fumando cigarrillos en la puerta del negocio. Pienso cuántos hiladillos, alfileres
e hilos hay que vender para reunir el dinero de pagar la renta. Me gusta ella,
tiene buen gusto para escoger lo que vende, para ella misma también y es
simpática. Creo que intenta cotizar para poder jubilarse jubilosamente.
Sentada en la terraza de uno de los barcitos
de la zona, tomando un tinto de verano y unas gildas, me he comprado una
pulsera. El africano que me la ha vendido me ha pillado por sorpresa;
generalmente nunca les miro a los ojos, porque si te enganchan con los suyos ya
no se puede decir que no quieres ni una pulsera, ni un collar, incluso ni uno
de esos 'pelucos' que llevan que parecen tanques de guerra. Es azul, la pulsera
digo. 'Mira que bien te queda con el vestido que llevas' ''deja, deja... que
tengo más y luego no me las pongo'' 'Póntela' y ya me la está poniendo; mi
acompañante se ríe con disimulo, creo que espera que, de un momento a otro, me
ponga respondona con el vendedor.
Pues no, se la he comprado: ''cuánto'' '15E'
''15?, te doy 10'' 'bueno, pero que sepas que pierdo'
Eso fue el viernes. Hoy, sentada en otra
terraza, con mi hermosa pulsera en la muñeca, se acerca otro africano. Este
vende relojes, mira mi brazo y me dice: 'esa pulsera te la he vendido hace
tiempo, ya no vendo esas cosas' ''no sé, la verdad, si fuiste tú, pero la
compré el otro día''
Me quedo mirándole, por más que le miro no
consigo distinguir si era o no el del viernes, puede que sí, puede que no...Es
un tópico, ya lo sé, pero algunos negros me parecen iguales.
'Cuánto has pagado' ''10E'' '10??, caro'
Y se va tan satisfecho, no sé si porque su
compañero me ha vendido barato y le alegra que no sepa hacer negocio, o porque
yo he sido una pipiola que he pagado el doble de lo que vale la joya.
En la bahía han echado el ancla varias
embarcaciones blancas, con las velas recogidas. Los pasajeros toman el sol o se
lanzan al agua. Nadan hasta la plataforma y juegan en el tobogán. Bermeo acaba
de ganar la regata, la gente jalea a los remeros y luego todas las traineras se
dirigen hacia el puerto, a la plaza del Ayuntamiento, allí el alcalde les dará
los trofeos y después de los parabienes volverán a su casa.
Hay días de verano en los que no pasa nada.
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