viernes, 23 de marzo de 2018

Sigmun el Tuerto


Tintero Tema: Piratas










La nave entró majestuosa en el Abra, todos pensaron que iría al Museo Marítimo, a nadie se le ocurrió que pudiera tratarse de otra cosa. El práctico la llevó hasta la ría, solo los expertos saben hacerlo, y luego observó las maniobras del velero hasta asegurarse que no encallaba en el lodo del cauce.

El Capitán, un hombre de mediana estatura y regordete, miraba extrañamente con un ojo brillante y lechoso que, si te fijabas bien, se apreciaba que era de cristal. Le llamaban Sigmun el Tuerto y sus hombres le temían pues tenía fama de no aguantar los errores. Atracaron el barco en la dársena externa del Museo. El Tuerto repartió las órdenes con energía y todos se aprestaron a obedecer. Él y cinco de sus hombres se adentraron en la ciudad, caminaron por las calles estrechas y se informaron dónde podrían alquilar un vehículo. Los lugareños hablaban un extraño idioma y les costó entender cómo llegar a su destino en la cima de un monte, en una comarca de bosques y praderas verdes. Buscaban el ídolo de una lamia. Decían que era de incalculable valor, hecha de oro macizo y piedras preciosas y que quien lo poseyera tendría la vida asegurada. Además, y aunque él no creía en esas cosas, tenía propiedades mágicas que lo harían atractivo a las mujeres.



El barco seguía en aguas de la ría. Dos hombres habían solicitado permiso para subir a bordo y hablar con el Capitán. Les recibió el Contramaestre, un hombre alto y fino, de rostro muy pálido, extraño para un marino siempre en la mar y que cojeaba al andar pues le faltaba una pierna y llevaba una prótesis en su lugar. Querían saber a quién pertenecía el barco, de dónde venían y qué negocios los traían a la ciudad. Adujeron que les había invitado el Museo, pero insistieron en que para atracar allí, necesitaban un permiso de la Comandancia de Marina. Si no solventaban los trámites, en dos días tendrían que irse.

Siguiendo el mapa, el Tuerto y sus hombres llegaron a la aldea desde la que debían subir a un monte escarpado y buscar una cueva. Encontrarían varias, dijo el hombre al que se lo robaron, pero solo una era la que guardaba el poderoso ídolo sagrado. También era la más peligrosa. Cenaron y durmieron en la posada del pueblo.

— ¡Por todos los marinos muertos! —Exclamó Sigmun, antes de acostarse— A fe mía que estos aldeanos saben comer bien.

De madrugada treparon por el monte, no resultó fácil, había mucha niebla, hacía frío y pronto comenzó una terrible tormenta, confiaban no perderse pues no habían preguntado a nadie para no levantar sospechas. Después de dos días de ardua caminata llegaron a la boca de la que parecía ser la cueva que buscaban.



— Boris, tu quédate fuera y vigila por si se acerca alguien —ordenó el Capitán.
Los demás se adentraron en un pasadizo oscuro y húmedo, caminaron con dificultad dentro de aquellas fauces de roca que parecían querer devorarlos hasta que, una detrás de la otra, las luces que llevaban se fueron apagando.


Cuatro días esperó Boris en la entrada de la cueva, se adentró por ella, nervioso y preocupado por la suerte de sus compañeros y empapado, aterido y muerto de hambre, al quinto decidió volver al barco, dando a sus compañeros por desaparecidos. Cuando llegó a la dársena, asombrado vio que este no estaba allí. Les habían negado el permiso de amarre, le informaron y habían partido el día anterior. ¿Y ahora qué hacía?


Esto sucedió hace ya un tiempo, cuando ya todos creían que no existían piratas en busca de tesoros. Cuentan que era haurrentzako ipuinak, que aquel barco nunca existió. Puede que así fuera, pero en Santurtzi viven dos chavales rubios y pálidos, nietos de un hombre que llegó al pueblo una mañana y se quedó allí para siempre. Dicen que bajaba a diario al Puerto y esperaba a que su barco regresara a buscarle y que había muerto sentado en un noray mirando al horizonte.

En la aldea, arriba en el monte, aún se cuenta que en los días de tormenta y pedrisco se escuchan lamentos que salen de la cueva sagrada, pero, que nadie se atreve a subir a averiguar qué pasa. Todos saben que es mejor no acercarse por allí porque suceden cosas extrañas.










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